Como se sabe, desde el 29 de octubre, principalmente las zonas comprendidas desde l’Horta Sud de Valencia hasta la Ribera Baixa, se han visto anegadas por una DANA inusualmente catastrófica que ha dejado ciudades destrozadas y, como mínimo, cientos de muertos. Este tipo de fenómenos climáticos van adquiriendo una mayor violencia y frecuencia en el Mediterráneo a medida que sus aguas continúan su calentamiento acelerado.
La altura de la inundación y sus efectos devastadores no pueden explicarse sin entender el desarrollo urbanístico de Valencia. La periferia sur valenciana, atrapada entre el nuevo cauce del Turia y la rambla del Poyo, ha sido objeto de un profundo desarrollo urbanístico durante décadas, sin consideración alguna respecto a los peligros de construir en terrenos inundables. Especialmente con el boom del ladrillo en los 2000, la burguesía expulsó al proletariado valenciano a esa periferia que ha demostrado ser una trampa mortal. Tampoco la “negligencia” criminal de Carlos Mazón se debe a una decisión personal, sino a la tendencia del Estado burgués a anteponer los intereses del capital frente a las vidas obreras. De ahí que el aviso llegara al finalizar la jornada laboral, cuando la gente ya se estaba ahogando e incluso circulaban vídeos de la magnitud de la tragedia. El President y sus palmeros ni se plantearon sacrificar unas cuantas horas de beneficio para mitigar el desastre: tuvo que ser la propia riada la que interrumpió la producción. Desde ese mismo instante, la población afectada quedó fuera del alcance del Estado.
Tras la bajada de las aguas, se hizo evidente un panorama desolador. A este se sumó, durante los primeros días, una desconexión casi absoluta. Las comunicaciones con las zonas afectadas se vieron completamente interrumpidas y las infraestructuras más básicas, arrasadas. Cualquiera que estuviese presente pudo ver una total ausencia de las fuerzas del Estado, ocupada espontáneamente por unas masas que se veían empujadas por la necesidad a tomar las funciones estatales. Se trataba de un vacío de poder en toda regla, que todavía una semana después continuaba presente en algunas zonas del interior de l’Horta Sud y en los barrios obreros. Esto nos evidencia la fragilidad de los vínculos del Estado español con las masas, dada su naturaleza como cuerpo especial separado de la sociedad. En otras palabras, las limitaciones que le impone su carácter de clase. Más allá de la pésima gestión de la emergencia, más allá de todo el juego político, la debacle no se limita a la incompetencia de Mazón o de Pedro Sánchez, ni a cuestiones solamente técnicas.
En general, el Estado burgués representa los intereses del capital. Es, como dijera Engels, el “consejo de administración que rige los intereses colectivos de toda la burguesía”: su función es asegurar el orden necesario para garantizar la acumulación de plusvalía. Políticamente, entre otras cosas, esto se traduce en el temor constante a la movilización espontánea de masas, a que el trastorno social periódico escape fuera de su control institucional y aceche la disgregación social. Fue este temor constante al cuestionamiento de la autoridad lo que determinó toda la política seguida por el Estado durante los días siguientes a la catástrofe. Como se sabe, frente a la respuesta realmente masiva de voluntarios que se auto-organizaron para proveer de comida, agua y brazos a las zonas abandonadas por el Estado, éste sólo pudo oponer durante días el control policial, como la limitación del acceso en coche y a pie… ¡e incluso la amenaza de multa! Todo ello, claro está, sin proveer alternativas, ni recursos: los voluntarios entraban desde Valencia hasta las zonas más afectadas cargando los víveres como podían según sus medios particulares (coches, carros, mochilas o a mano). A medida que se iba avanzando hacia el interior de la catástrofe, bordeaban los obstáculos de fango y coches apelotonados con los medios más rudimentarios, sin ayuda de “autoridad” alguna. Frente a una simple masa social ciudadana, que aunque indignada no dejaba de ser pacífica y bienintencionada, el Estado se vio desbordado, cuidándose de tener una buena reserva de cuerpos del orden disponibles en la urbe.
Las autoridades burguesas fueron absolutamente incapaces de encuadrar este movimiento (véase la desobediencia a la orden de imposibilidad de acceso a las zonas afectadas el día 3), así como de coordinar esfuerzo alguno (véase la vergonzosa desorganización de los autobuses enviados por la Generalitat). Su inoperancia en este aspecto, en medio del colapso del control estatal sobre las zonas afectadas, desgastó si no arrambló temporalmente cualquier ápice de respeto a las “autoridades” en las zonas más afectadas. Y aquí deseamos resaltar que esta incapacidad del Estado en situaciones extraordinarias que trastocan la normalidad capitalista no es algo “casual”, sino inherente a la naturaleza histórica y de clase del Estado. Es la expresión sangrante de su condición como cuerpo por encima de la sociedad, de su divorcio social respecto de las masas.
Como decimos, esta dificultad del Estado para movilizarse y desplegarse no es ninguna anomalía. En realidad, dada la escisión entre Estado y sociedad (incluso cuando se les recibiría con los brazos abiertos), éste necesita moverse cual ejército de ocupación sobre un territorio que desconocen por completo. Esto ya se hizo evidente durante la pandemia de la COVID. Producto de la falta de vínculos con las masas, este ejército debe tantear cuidadosamente sus pasos antes de atreverse a penetrar. Por ello, necesita desplegar todo un aparataje, con su propia logística y medios aparte, para ser capaz de sostener su presencia, que no puede depender de apoyarse en el propio territorio. Incluso cuando ha conseguido abrir las vías de comunicación y acceder con el Ejército y la maquinaria pesada, se ha hecho patente su desconexión y su desconocimiento de las necesidades sobre el terreno. Cualquiera que haya participado en las movilizaciones habrá podido observar un fenómeno que sería cómico si no fuera trágico: podía verse como los soldados, cuando han empezado por fin a embarrarse, vagaban tan desorientados como cualquier grupo de voluntarios adolescentes.
Esto refleja que el problema fundamental no ha sido en ningún momento la “gestión”. No es una simple cuestión de la forma, los tiempos o los medios, por más que esto haya sido importante en la gravedad de la catástrofe, sino que ha sido una cuestión de qué clase dirige. En otras palabras: qué interés de clase y qué concepciones determinaron las decisiones que se tomaron en tiempo real. No sólo durante la DANA, con la continuación de la producción, sino también en las labores inmediatas con la priorización de la defensa de la propiedad privada frente a la necesidad humana más básica de supervivencia. En este caso, la preocupación del Estado era la preservación de sus funciones más básicas sobre el territorio: el mantenimiento de su orden de clase. Por esta razón ha concentrado sus esfuerzos en el control de los accesos o en la protección de la propiedad, impidiendo la distribución de alimentos de los supermercados de los municipios afectados. En un primer momento esta política criminal exacerbó el hambre del pueblo, y con ello su ansiedad frente a la catástrofe. Y después, provocó un problema de salud pública con la podredumbre de los alimentos celosamente resguardados por la policía. De hecho, siguiendo esta lógica, el Estado no se ha preocupado por el envío de comida, agua o de las herramientas más básicas para la limpieza y el despeje de calles.
Por si no bastase, de lo que sí se ha preocupado el Estado es de tranquilizar a la burguesía en una situación de disgregación social. De forma expeditiva y severa, se ha aprovechado que el Código Penal endurece las penas en caso de catástrofe para castigar a cualquiera que se atreviera a traspasar las barreras del derecho humano a la sacrosanta propiedad privada. Por ejemplo: la pena por hurto pasó de castigarse con un máximo de dieciocho meses de multa a entre dos y cuatro años de prisión. Obviamente, no vamos a esperar que los burgueses que mataron a sus trabajadores exprimiéndoles hasta la última gota de plusvalía reciban el mismo trato por parte de su Estado.
Para asegurar este control social el Estado ha tenido que delegar parte de sus funciones; por segunda vez, las fuerzas de seguridad han tenido que confiar en las voces de alarma emitidas por los chivatos de balcón. En general, el hecho de que no se haya ocupado del reparto de alimentos y agua se debe también a que delega esas funciones a otras capas del tejido social burgués. Producto de la lucha de clases, el viejo Estado asistencialista ha tendido a emplazar esas funciones cotidianas en organizaciones caritativas y humanitarias. De esta forma, privilegiando el papel de estas ONGs, suelta un lastre que le permite invertir sus esfuerzos en reforzar su aparato burocrático-militar. Así, además, la burguesía pretende vendernos esa cara amable del capitalismo: la filantropía. Como sentenció el joven Engels, con ella “[devuelven] a ese desdichado exprimido hasta la médula, la centésima parte de lo que le corresponde”.
Recapitulando: podemos ver como el Estado, ya fuera Mazón o Sánchez, ha tratado en todo momento de ahogar y encauzar el torrente que ha supuesto ese movimiento de masas, ante el temor de un desbordamiento. Mediante cortes de accesos y trasvases se ha desviado su cauce hacia aquellas zonas que no interrumpieran el despliegue del Ejército, asegurando un cierto control sobre el flujo de circulación. Mantener este asedio ha significado que fuera de las grandes avenidas y las zonas comerciales ha sido difícil ver a un militar o a un policía, pues las limitadas fuerzas del Estado se han concentrado en estas arterias, dejando un vacío en el interior de los barrios proletarios, como ha podido verse en Paiporta, Alfafar o Catarroja.
Esta atrofia del Estado capitalista a la hora de asistir a la población en la catástrofe se ha visto empeorada por la batalla de competencias entre administraciones. Por un lado, el inútil de Mazón se ha negado en todo momento a ceder el mando al gobierno central ante una DANA que sobrepasa con creces lo que puede gestionar la administración autonómica. Pero así, manteniendo el mando jurídicamente se asegura de guarecerse de cualquier posible ataque político y de mantener el control sobre los medios y tiempos de la emergencia. Por otro lado, el criminal de Sánchez, enredado como está en su compromiso con el pacto territorial autonómico, no quiere hacer dinamitar sus débiles enganches, con el peligro añadido que podría tener asumir la gestión de tamaña catástrofe. Por si fuera poco este politiqueo lo lleva también al Congreso, pretendiendo vincular las ayudas por la DANA a la aprobación de los presupuestos generales para mantener a flote su gobierno. En este juego siniestro ambos han tratado de lavarse las manos. Los dos grandes partidos del capital español se han encontrado en un peligroso fuego cruzado que amenaza con arrastrarlos en la crisis que acaba de abrirse.
Pero la justa rabia popular contra las autoridades no diferencia de competencias: las mezquinas disputas entre el gobierno autonómico y el gobierno nacional sólo hacen que minar los cimientos del régimen de 1978. El total desamparo al que se ha visto expuesta la población afectada por la DANA no hace sino agravar la crisis de mediaciones que sufre la alianza de clases del Estado español, al situar en el disparadero la cuestión central del Estado como garante de la seguridad y el orden. En un contexto de descrédito de las instituciones y sus representantes burgueses esto pone en cuestión la propia médula del Estado y su capacidad de responder adecuadamente a una emergencia. Adicionalmente, al chocar con el asunto de las competencias territoriales tras el nuevo pacto fiscal con Catalunya, amenaza con reabrir las costuras de la crisis de la Restauración 2.0. Pues recordemos que el modelo autonómico es ese federalismo inconsecuente (e incompetente) diseñado para retener por la fuerza a las naciones oprimidas en el Estado español.
La visita del Rey Felipe VI a Paiporta no es más que un intento por parte de la monarquía para salvar la unidad nacional. La gravedad de la crisis se hizo patente en la indignación de las masas, que volcaron su rabia contra el bufón mayor del Reino. El espectáculo que ofrecieron sus Majestades en la procesión de Paiporta contrasta con la huida de Sánchez y la cobardía de Mazón, escondido detrás de Felipe. Así, todas las instituciones se parapetaron tras la monarquía, que puso el cuerpo para salvar la imagen del Estado frente a las masas. El Preparao lo señaló en un destello de lucidez: se trata de “garantizar que el Estado, en toda su plenitud, está presente”. Pero la unidad hace aguas. La crisis amenaza el acuerdo de mínimos pactado entre PP y PSOE en Bruselas, en cuanto que el PP siente la presión por la derecha de Vox, y la muleta del PSOE, Sumar, se hunde en el fango del caso Errejón. La pequeña y mediana burguesía española acumula a su rabieta contra el Estado autonómico este nuevo agravio que atenta contra la seguridad y el orden que tanto exige; en estas coordenadas, al estar situado fuera de los gobiernos autonómicos, VOX disfruta de un amplio margen de maniobra para capitalizar el descontento de esta clase. Por su parte, Podemos trata de vehicular a la aristocracia obrera, pero ésta se debate entre la izquierda y la derecha, entre el bloque social-plurinacional y la opción nacional-española.
En este contexto de ebullición de las masas y descrédito del Estado, la consigna sols el poble salva al poble se convierte en un significante vacío, que cada cual puede rellenar con sus concepciones; sólo expresa la inefectividad de las autoridades. En este sentido, la cuestión de qué fuerza social va a llenar el vacío de legitimidad no deja de estar en disputa. En esta lucha se dirime la atribución de responsabilidades y la explicación que da cada clase: puede atribuirse al modo de producción, al Estado, al gobierno (central o autonómico), al sistema político, o a todos ellos. En este contexto, también el fascismo puede imponer su discurso de apelación a la comunidad nacional frente al Estado, más aún cuando la izquierda está en el gobierno central y su tendencia es hacia el desgaste. Por su parte, el Gobierno más progresista de la historia sólo hace que aumentar el prestigio de los fascistas mediante su criminalización de la protesta, atribuyendo su dirección a elementos ultraderechistas.
Como hemos mencionado anteriormente, la inacción del Estado se vio suplida de forma prácticamente inmediata por una masa de voluntarios que acudían con los rudimentarios medios disponibles hacia el lugar de la catástrofe. Esta ola se tornó ascendente y, en cierto modo, imparable aunque las autoridades intentasen encauzarla. Tiene mérito que pese a trabas y prohibiciones un pueblo insista en asistir a los necesitados en momentos de catástrofe. Sin esta cantidad ingente de fuerza de trabajo humana hubiese sido imposible siquiera mitigar la situación como se ha hecho. No falta, en este contexto, quien grite que “no es el momento de la política”, pero nosotros, los revolucionarios, sabemos que no hay ningún fenómeno social por encima de las clases. Esta tragedia, en realidad, no es sino un episodio catastrófico que se añade al humillante discurrir cotidiano de los proletarios.
Por otro lado, el esfuerzo tenaz de los voluntarios y de los propios habitantes no ha dejado de demostrar las limitaciones del movimiento espontáneo. Si bien es cierto que ha ocupado el vacío de poder y ha mitigado los efectos de la catástrofe, siendo la única ayuda recibida durante los primeros cuatro o cinco días, también ha resultado evidente su desorganización y falta de medios. La atomización del movimiento, que ha tomado como necesario punto de referencia los sectores sociales ya existentes, impide que los voluntarios tengan una perspectiva de conjunto de las necesidades ya no sólo materiales, sino también ideológicas, políticas y organizativas. Un ejemplo de ello es que la ayuda se amontona en almacenes sin llegar a las capas profundas del proletariado que tiene más difícil desplazarse, este “problema de abundancia” hace que se rechace ayuda necesaria. En este caos los propios vecinos han tendido, en ocasiones, a chocar entre sí, cada uno preocupado por su trozo de calle. Igual de sangrantes han sido los prejuicios racistas entre sectores del voluntariado, que han profundizado el abandono de lo que ya eran las zonas más marginadas por el capital. Por lo tanto, lejos de idealizar el movimiento espontáneo, como hace el revisionismo, por más que reconozcamos los méritos de la movilización popular, esta no puede dejar de reproducir las divisiones en el seno de la clase obrera.
Mientras, cada destacamento revisionista trata de sobredimensionar su papel real en el movimiento espontáneo de masas, el cual surgió independientemente de los mismos y del cual fueron a la zaga. La capacidad de los comunistas para actuar en el seno del movimiento vino condicionada por las concepciones y afiliaciones políticas previas de la vanguardia práctica que ya operaba sobre el terreno (colectivos sociales, centros locales, redes de asistencia, etc.). Dentro de este marco se ha tendido al asistencialismo, en el que la actividad comunista no es capaz de superar la del mero ciudadano solidario, que como cualquier vecino arrima el hombro para achicar el agua y retirar el barro. Cabe preguntarse: ¿para qué sirve nuestra ideología y política, el comunismo, en una catástrofe? Nuestra clase necesita algo más que la retirada del fango y el reparto de víveres. La magnitud del desastre invita a pensar más allá de una vuelta a la normalidad de la explotación capitalista y nos habla de la potencia del trabajo social, pero la vanguardia está atrapada en la estrechez de la dialéctica masas-Estado como eje fundamental de la transformación social. Bascula ente el movimiento de masas y el Estado como agentes transformadores, bien exaltando al primero, bien reprochando al segundo su inacción. Paradigmático de esta actitud ha sido el haber abrazado la consigna de sols el poble salva al poble, bajo la cual aceptan conciliar con el conjunto del movimiento de masas, aceptando sus marcos, sin plantear una confrontación desde la ideología. Así, la práctica queda rebajada a la capacidad de cooptar en base al músculo organizativo que se es capaz de desplegar, algo en lo que además, y en primer término, el comunismo no puede competir a día de hoy.
El fascismo, cada vez mejor organizado y capaz de apoyarse en el sentir común que la burguesía ha impreso sobre las masas, puede desplegar, por las condiciones actuales de reacción, de forma mucho más eficaz esta dialéctica de masas azuzando los miedos de la pequeña y mediana burguesía, así como avivando los sentimientos chovinistas entre la clase obrera. Estamos viendo de forma incipiente la capacidad del fascismo de fundir las necesidades inmediatas de las masas ante la catástrofe con la de un importante sector de la burguesía, que tiene la oportunidad de explotar vínculos con las masas paralelamente a un Estado ausente que ha generado un vacío de poder. Los fascistas se han dedicado a darse paseos por la noche para evitar que haya “saqueos, ni rapiña de ningún tipo” (por parte de proletarios, ¡claro está!). Estos chivatos quedaron, de esta forma, por debajo del alcalde de Alfafar y su pitufo. Pero será la cooptación de masas sobre el terreno lo que permita que estas organizaciones puedan llegar a cumplir un papel auxiliar en términos para-policiales (como han intentado las “patrullas nocturnas” de España 2000, Núcleo Nacional o las Patrullas “Vecinales” del Frente Obrero). Aquí se abre la posibilidad de la formación de un verdadero movimiento fascista supliendo las funciones de seguridad y mantenimiento del orden social. Es así como VOX y Revuelta se sirven de la defensa del cuerpo de la nación frente al inoperante Estado bajo la consigna, también, de “sólo el pueblo salva al pueblo”, incluyendo en este concepto de pueblo a la burguesía patria.
La disgregación de este movimiento de masas voluntario y su caída en manos del oportunismo o el fascismo son una tendencia propia de su carácter espontáneo. Combatir esta tendencia no es posible limitándonos simplemente a organizar y encuadrar a las masas políticamente. En realidad, sólo a través de la ideología comunista podrían vincularse a la vanguardia revolucionaria, lo que apuntaría a su transformación por encima de la mera conquista de su dirección. De esta forma, se podrían replantear el orden y destino de sus acciones. Por eso debemos dar el combate en primer lugar en lo ideológico, defendiendo la respuesta proletaria a la crisis del capital. Así es como se puede construir un esfuerzo de clase que convierta la crisis del Estado en un cuestionamiento del orden burgués y que pueda llegar a explotar ese vacío de poder generado. Que así esta acción solidaria ya no dependa de la voluntad altruista de los ciudadanos, sino de la conciencia revolucionaria comunista por transformar la sociedad de clases. Sólo esa cadena de vínculos de todo tipo, cuyo primer eslabón es la ideología, podría sostener una movilización en estos términos de clase de forma permanente, capaz de disputar el poder a las fuerzas del Estado, mediante la movilización de las masas en Guerra Popular.
El torrente de masas se ha visto obstaculizado por un Estado y unos medios que más bien han contribuido a la confusión y a la desinformación, gracias al apagón informativo del Gobierno y la nauseabunda cobertura mediática. Y es que, en medio de este lodazal, ni el Estado ni las masas, pese al mérito de éstas últimas, han podido dar una respuesta temprana, coordinada y eficaz. Pero ¿cómo se podría haber centralizado el esfuerzo de los voluntarios al tiempo que se movilizaba la maquinaria, los bomberos, los equipos de rescate? La Guerra Popular dirigida por el Partido Comunista es la fuerza capaz de encauzar el empuje de las masas, para la edificación de un nuevo poder proletario. Y es que sólo un Estado-Comuna que represente los intereses del proletariado podría salvar una situación así: parar la producción no esencial desde el día 29, impulsar y dirigir la movilización de masas, poniendo a su servicio medios de transporte, el alojamiento necesario, alimentos, agua, ropa y medicinas. Sólo la dictadura del proletariado, por su desapego frente a las necesidades del beneficio capitalista, como masas obreras conscientes en movimiento, podría aportar coordinación y obtener información eficaz sobre el terreno. En otras palabras: sólo el movimiento revolucionario organizado, Partido Comunista, podría garantizar la dirección consciente frente a la emergencia.
Es en esos términos, de proyecto emancipatorio, en los que debemos aprender a pensar. Esa es la tarea ineludible de la vanguardia: la reconstitución del Partido Comunista. Sólo esa respuesta puede barrer con los peligros del fascismo que nos acechan. Sabiendo el estado de derrota en que se encuentra nuestra clase esas tareas requieren de un larvado proceso de deslinde con las ideas de la burguesía dentro del movimiento obrero y de sedimentación de nuestra propia concepción del mundo para que el proletariado conquiste su independencia ideológica y política. Esto significa que la vanguardia tiene que saber reflexionar más allá de la reciente movilización espontánea de masas ante la catástrofe y la proletarización masiva entre el nuevo cauce del Turia y el río Magre; sabiendo qué debe hacer frente a la vuelta a la normalidad que va a imponer el Estado burgués “chorreando sangre y lodo por todos los poros, de los pies hasta la cabeza”, como dijera Marx que el capital vino al mundo. La tarea a largo plazo para todos los proletarios conscientes es la reconstitución ideológica y política del comunismo. En palabras del Comité por la Reconstitución: “el Balance del Ciclo de Octubre es la mediación necesaria y concreta que da sentido a la consigna de unidad de los proletarios de todos los países” (Línea Proletaria n.º 5). Esta es la unidad internacionalista consecuente frente a las abstracciones nacionalistas que invocan al pueblo.
¡Por la reconstitución ideológica y política del comunismo!
Comunistas por la Reconstitución en València
7 de noviembre de 2024